domingo, 4 de septiembre de 2016

Svetlana Alexiévich: Los muchachos de zinc


Idioma original: ruso
Título original: Cíncovie málchiki
Año de publicación: 1990
Traducción: Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González
Valoración: muy recomendable alto

¡Pero qué tranquilos vivimos en esta parte del sur de Europa! Nos quejamos del calor en verano y de lo cortas que son las vacaciones y de que la cerveza no está lo bastante fría. Y cada año despotricando un poquito de lo inmerecido del último Nobel, con la de escritores buenos que hay para descubrir. 

Entonces, qué pasa con el Nobel de Alexiévich. Nos desconcierta. Andaba en alguna "quiniela" del Nobel, pero no esperábamos esto. Hasta a sus editores parece haber pillado de sorpresa: que répido se inundaron los estantes de Coetzee o de Modiano, escritores en idiomas asequibles en traducción "express" como el inglés o el francés. Pero una escritora bielorrusa. Hay que digerirlo y la cosa lleva su tiempo. Pero casi que mejor. No hemos de darnos prisa: los libros se van traduciendo y (un poco como cuando surgió el boom de Kapuscinski) su disfrute puede ser pausado y sostenido. Aunque un guapo pajarito me ha chivado que en septiembre va a salir otro, este Los muchachos de zinc es el último título traducido.

Y es glorioso.
Repito: glorioso.

Apenas una veintena de páginas y Alexiévich ya nos ha regalado una frase sencilla, obvia y lógica, pero de tan esencial y aplastante nos perseguirá a largo de todo el libro.
Mientras tanto, nuestros chicos se están muriendo en un país lejano por algo que desconocemos.
Porque el zinc del título es el material del que están confeccionados los ataúdes en que los cadáveres de los soldados son repatriados. Sí: esos que se recubren con una bandera y ante los que un militar de rango medio (o un ministro, si se acercan elecciones) se cuadra como si tuviera el mínimo respeto hacia los que él mismo, o los suyos, ha enviado a morir.

Por cuestiones geo-estratégicas. Por una ideología. Por un subsuelo trufado de combustible. Por la locura de un mandatario. Por la religión. Porque un dictador criminal dijo hace ochenta años que la patria era una.

Alexiévich confiesa en las primeras páginas que escribir su libro anterior ( La guerra no tiene rostro de mujer ) la ha dejado tocada. Pero ahí está. Por esa literatura que se ha inventado. La crónica testimonial donde, parece, ella interviene lo mínimo. Y en Los muchachos de zinc habla de los soldados soviéticos en Afganistán. Afganistán fue el Vietnam de la URSS. El país al que fueron a ganar con la gorra y del que tuvieron que salir por patas. Dicen, uno de los factores que precipitaron el hundimiento del bloque soviético. Y aunque Alexiévich intente moderar (aunque sea para mitigar el dolor), el tono de Los muchachos de zinc resulta tan duro y tan implacable como el de otro texto imprescindible como Voces de Chernóbil . Dureza física, me refiero. El llanto y el dolor y la desesperación las damos por supuestas. Pero la descripción del daño físico, de la devastación de los cuerpos. Qué poco propia nos parece, más cuando la escritora, en aras de la sinceridad de la escritura, no duda en reconocer que se ha desmayado en algún momento, ante la dureza de lo que se ha obligado a presenciar y describir. Que algunos testimonios la han sumido en el mismo llanto del testigo. Dureza que consigue traspasar al texto y hacer llegar al lector. Yo ya he hablado muchas veces de libros ante los que existe la opción de mirar a otro lado. Actitud completamente legítima, pero, permitidme, que me sorprendería en el perfil del lector de este blog. Aunque sepamos, algunas veces, lo que buscamos, no siempre la literatura debe depararnos su encuentro, de forma tan cruel, tan abrupta, tan descarnada. Buscar literatura del sufrimiento, de la devastación, puede que no sea un objetivo usual. Buscar placer, escapismo, estímulos, todo legítimo. Pero encontrarse lo que Alexiévich ofrece. No apto para según que paladar, para según que estómago. Claro. La guerra de Afganistán nos pilla muy lejos, en espacio y en tiempo. No parecemos muy preparados para que nos planten 300 páginas de testimonios así como así. Que agobian y saturan, cierto, tanto como lo es que no se puede, no se puede dejar de leer.
Y como colofón, un buen puñado de páginas adicionales nos describen todas la consecuencias de la publicación de este libro. Alexiévich fue demandada por algunos de los testimonios (de todos ellos se ocultan identidades en el texto original) que la acusaban de haber alterado o falseado situaciones, de haber llevado más allá la pura edición e interpretación de los testimonios, de haber publicado el libro en el extranjero para socavar esa noble finalidad patriótica. En un libro dentro del libro, las demandas, los argumentos a favor y en contra de la escritora y la obra, las sentencias, los alegatos, nis hacen comprender su importancia y su necesidad. Afganistán fue una guerra absurda más, perpetrada con la única finalidad de extender a cualquier lugar necesario la partida de ajedrez global que era la (ya entonces agonizante) Guerra Fría. Se cobró víctimas, Alexièvich lo explicó, los testigos muestran la cruel sinceridad que solo puede emanar de la verdad. Alexiévich molestó con su obra, en su momento, y puede que aún lo haga hoy. Qué se puede decir mejor que eso.

Otras reseñas de Alexiévich en ULAD: El fin del Homo Sovieticus, Voces de Chernóbil, que nos gustó tanto que mereció una doble reseña

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te ha vustado mas este o el de 'Voces'? Saludos

Francesc Bon dijo...

Estamos hablando de dos magníficos libros: quizás "Voces" tenga un alcance más extenso pues habla de unos hechos que afectaron a toda una zona y de los que aún se habla. No sé cómo plantear la frase, pero desgraciadamente las guerras son mucho más frecuentes que los accidentes nucleares.

Gracias por el comentario.